Crece la esperanza
Por Julio Disla
Que la historia de la humanidad es la historia de un crimen abominable y de intentos de los mejores evolucionados desde la era de los grandes reptiles por impregnar de una mínima porción de humanismo a eso que se llama vida; ya lo sabemos.
Que mientras se ha avanzado en el conocimiento de la física y en el descubrimiento de los recursos técnicos hasta el extremo que justifican cualquier optimismo, es poquísimo el camino recorrido en la búsqueda de la solidaridad, también.
Pero adormecido por la peor de las drogas, que es el conformismo y el volver la espalda a lo que no nos afecte con inmediatez, el tiempo pasa sin que nos demos cuenta la más de las veces del crimen cuya complicidad asumimos invariablemente bajo el pretexto de que no está en nuestras manos evitarlo.
Algo, sin embargo, de cuando en cuando, sacude nuestra indiferencia:” un horror cuantitativamente mayor que nos produce un sobresalto cualitativo y nos hace dudar del derecho a permanecer inmóvil del ser humano que, por naturaleza, es dinámico.
Pese a lo dicho, no soy de los totalmente pesimistas en nuestra autovaloración moral. Si, como los creyentes afirman, somos hijos de Dios, no hay más remedio que sacar pésimas conclusiones al juzgar a nuestro Padre; pues, si somos hechos a su imagen y semejanza, el espejo refleja el rostro nauseabundo de un monstruo lovecrattiano que, en su peor posibilidad, puede llegar a llamarse Ronald Reagan, George Busch, Mijaíl Gorbachov, Margaret Thatcher, Augusto Pinochet, Fulgencio Batista o Joaquín Balaguer.
Pero si somos el producto casual de la evolución auto dinámica de la materia, hay que reconocer que, desde los gigantescos saltamontes hasta Carlos Marx, Federico Engels, Vladimir Ilc Lenin, José Stalin, Enver Hoxha, Che Guevara y Fidel Castro, entre otros, algunas especies han evolucionado muy bien.
Lo sorprendente quizá, en un mundo caóticos que sean posibles, junto a la más despiadada tortura, la más sublime abnegación y – lo que puede conducir a ella-la capacidad todavía no muerta de indignarse ante un atropello cometido a miles de kilómetros de nuestra confortabilidad.
La monstruosidad tiene siempre el mismo nombre: “Imperialismo”. Se pronuncia tanto cuando se ofende mínimamente a semejante como cuando se masacra a un pueblo o se asesina a quien mejor lo represente.
En su proyección política internacional, en los últimos tiempos, Estados Unidos, directamente o moviendo sus peones-como Israel ahora-suele ser protagonista ominoso de nuestras peores pesadillas; los pueblos indefensos de Oriente Medio, sobre todo el de Palestina, siempre el mismo pueblo, la proyección catastrófica del paria eternamente pisoteado por el prepotente.
Pero pronto o tarde la historia cambiara de signo:” los atropellos de los israelíes y los gobernantes norteamericanos contra el pueblo de Palestina algún día encontraran la forma de su propio terror. No creerlo así seria aceptar la victoria final del demonio; el dolor y la muerte de Palestina hacen crecer la esperanza.